Escribir este blog me recordó que cada ficha del rompecabezas hace parte del todo final.
Esta metáfora bella encierra una verdad profunda: la vida está llena de despedidas. Un trabajo que termina, un ascenso que no se da, una relación que se rompe, una mudanza que aleja, una amistad que cambia, un ser querido que parte… Y aunque cada pérdida nos prepara para el duelo, pocas veces lo aceptamos. Pocas veces nos detenemos a mirarlo de frente, a nombrarlo, a sentirlo.
Pero si miramos con atención, si respiramos hondo y volvemos a esos momentos, descubrimos que en cada uno de ellos hubo una transformación. Una grieta que se abrió… y por donde también entró la luz.
Porque no salimos igual después de una pérdida. Algo en nosotros se reordena, se redefine, se revela.
Y sí, duele.
Pero también nos conecta con lo más auténtico de nuestro ser.
Abrazar la vulnerabilidad no nos hace débiles. Nos hace honestos. Nos hace humanos.
Hoy, más que nunca, creo que el duelo es la transformación más hermosa para el ser humano, porque cuando conoces la muerte entiendes la vida.
Y ese renacer, suave y profundo, te regala el arte de vivir más liviano, de soltar el control y ceder el paso sin perderte, porque ahora sabés cuándo ocupar tu lugar y cuándo dejarlo fluir. Esa sabiduría serena, querido lector, te aleja del ruido de las banalidades humanas, esas que solo buscan distraerte del verdadero sentido.
Por eso, el duelo trae consigo una sabiduría absoluta.
Así que, ¿por qué esconder la sabiduría que nos brinda el duelo perinatal?
Quizás sea tiempo de mirarlo de frente, de honrarlo sin miedo, y de permitir que esa herida abierta se transforme en un faro. Porque incluso el dolor más hondo puede ser el comienzo de una vida más consciente, más auténtica y profundamente humana.